Sobre formas ilustradas de desviar la discusión

Por Luis López-Aliaga

Lo que menos quisiera es desaprovechar la oportunidad de debatir sobre temas e ideas relevantes —son tan escasas, las oportunidades y las ideas, en nuestra escuálida parcelita literaria— en una defensa personal sobre mi poca honestidad intelectual, mis deseos inconfesos y falta de pudor. Pero para debatir es necesario, como mínimo, asegurarse de que se está hablando de lo mismo, lo que me obliga ahora a precisar lo que dije y, sobre todo, lo que no dije.

Parece de Perogrullo entre gente que lee y es capaz de citar de corrido a Raymond Williams, Gramsci, Barthes, Volóshinov, Bajtin, Sarlo y Tabarovsky,  como hace Marcelo Ortiz Lara en “Los nuevos viejos monstruos: una discusión” (https://loqueleimos.com/2025/01/los-nuevos-viejos-monstruos-una-discusion/) donde cita mi artículo “La comedia del eterno retorno y la nueva narrativa” (https://www.montacerdos.cl/blog/2025/1/26/la-comedia-del-eterno-retorno-y-la-nueva-narrativa-chilena) publicado el domingo pasado en este mismo sitio.

Qué más quisiera yo —academicsplainig aparte— que ir a “los problemas fundamentales”, pero Ortiz Lara tuerce de manera caprichosa el foco de lo que intenté plantear en mi texto y me obliga a permanecer en el terreno incidental y acotado del conflicto.

Los niveles de reflexión sobre la política y lo político que propone Ortiz Lara para conducirnos a esos “problemas fundamentales”, son también su estrategia para esquivar esa otra dimensión donde el poder se materializa de manera vulgar y cercana. Como si al constatar que lo político está en todas partes o, más bien, está siempre en otra parte, se eximiera con honores de exponerse al pringoso fango de la trinchera.

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Pero mi texto apela, precisamente, a esa dimensión pequeña del campo de batalla, ahí donde se ocultan y manifiestan las prácticas de poder que nos incumben, nuestro querido y nunca bien ponderado campo literario local. Mi interés es, por cierto, politizar ese espacio y politizar la discusión sobre ese espacio, exponiendo relaciones políticas que suelen pasar coladas, para cuestionar desde ahí la verdad que unos pocos quieren imponer, aquellos que saben y poseen por herencia el buen gusto literario y su correlato en la distribución de los procedimientos, instituciones y personas que pueden administrarlo.

Admito que esta mirada acotada y doméstica del poder supone la incomodidad de reconocer nombres y rostros cercanos, aquellos con los que nos cruzamos en presentaciones, ferias o aulas universitarias, y supone también la necesidad de reconocernos a nosotros mismos dentro de ese sistema de poder, lo que, a larga, nos puede obligar tomar partido.

Porque están entre nosotros —¿quizás somos nosotros?— los que fijan su estrategia de control convirtiendo su saber en un objeto de lujo (no solo en el sentido económico), al alcance de unos pocos, para desde lo alto distribuir las membresías a quienes serán parte del club de la exclusividad. ¿O acaso no reconocemos también el triste o patético espectáculo de quienes están todo el rato haciendo méritos y buena letra, o el de los que pasan mirando para otro lado, no vaya a ser cosa que? Más allá o más acá está, por cierto, lo que se invisibiliza, lo que se excluye o invalida y, con formas más sutiles o descaradas según los tiempos que corran, la delimitación de lo que es posible hablar y hasta de qué forma hay que pensar.

Quizás si el mayor logro, la mayor astucia del poder local en estos días ha estado en atraer hacia sí a voceros y voceras que imaginábamos insumisos, contraculturales, alineándolos con el discurso de la buena onda (“divino, bárbaro, genial”) que pretende nuestro campo literario un vaso de leche donde, a diferencia de cualquier otro espacio en el mundo, todo funciona de manera transparente y sin conflicto.

“Comprender significa comprender primero el campo con el cual y contra cual uno se ha ido haciendo”, dice Bourdieu en su Autoanálisis de un sociólogo. Y es desde ahí, de ese deseo de comprender, que llegué o volví a la Nueva Narrativa, al sentido de su anunciado regreso, refrendado con las entrevistas a Gonzalo Contreras y Arturo Fontaine aparecidas en distintos medios en un mismo día.

Me interesa lo grotesco del gesto que espejea con otros regresos culturales más o menos inesperados, sobre todo en la dimensión de continuidad que supone con el pacto de acomodo firmado en los 90, la renovación de los votos en sus sorprendentes bodas de plata.

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Es ese asombro el que gatilla mi texto, la persistencia de la lógica de castas que remite al mundo de la hacienda, donde más allá de los retoques cosméticos, el duopolio editorial opera sin cuestionamientos, bajo la permisiva aceptación de todos los actores de lo que se ha dado en llamar “el ecosistema del libro”. Persuasión, chantaje o amedrentamiento cuya principal base es, por cierto, económica, y que se expresa hoy en una agresiva estrategia de reclutamiento y apropiación.

Aunque en este punto la diferencia con Ortiz Jara es apenas retórica, la figura que cada uno utiliza para representar el asunto. Ortiz Lara plantea que las condiciones de posibilidad de la Nueva Narrativa solo han cambiado de piel, mientras yo intento evidenciar el momento con la imagen de la restauración, el regreso en plenitud de algo que ya existía. Restauración o cambio de piel, en las dos formas palpita el momento trágico donde caen las máscaras.

Pero es aquí donde Ortiz Lara prefiere esquivar la cuestión y sorprendernos con el anuncio de que la Nueva Narrativa “no fue solamente un acontecimiento editorial”, sino también una forma de entender la literatura (mira tú), de la cual, al parecer, me hace parte, para incorporarme a una gran “escuela consagrada” de bases platónicas, que asume de manera automática, literal, el vínculo entre literatura y realidad.

Una escuela o pabellón psiquiátrico que ha terminado clamando, con la baba de la rabia alrededor de la boca, por el advenimiento de la novela del estallido social.

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Es la suposición (o imputación) más extravagante de todas, pero que al menos sirve para llegar, por fin, a lo que parece ser el núcleo de lo que quiere plantear Ortiz Lara: el estallido social fue apenas algo que “nos distrajo” de los asuntos importantes. Una manera de soslayar, sobre todo, el horizonte de posibilidades vislumbradas en aquellos días de entusiasmo popular. Como Ortiz Lara me lo imputa, asumo sin problemas ni vergüenza la responsabilidad de haber imaginado —y seguir imaginando— un país distinto, donde la lógica amo-esclavo no sea la que prime en nuestras formas de relacionarnos, también en el campo intelectual y literario. Aunque muy lejos de creer que “el nuevo mundo había llegado para siempre”, estoy seguro de que en esos días, como expresión de procesos más largos, de pequeñas batallas ganadas y perdidas, el saber de las elites se remeció ligeramente al menos y, desconcertadas, se replegaron a la espera de tiempos mejores. Y es evidente que para algunos esos tiempos son ahora que, con el diario del lunes, es fácil atribuirse la arrogante tarea de evaluar, sin riesgo, la ingenuidad o el error de diagnóstico del resto.

Todo esto es debatible, por cierto, pero a condición de que la mala fe en la lectura no impida fijar medianamente el terreno del debate. De lo contrario se corre el riesgo de que alguien que está hablando del sabor y forma de las donas, sea rebatido con la ecuación que explica el campo gravitacional de los agujeros negros.

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