1.
Imposible no especular sobre la relación entre Cynthia Ozick y Gordon Lish al leer el relato “Cómo ayudar a T.S. Eliot a escribir mejor”. No existen muchos antecedentes sobre esta relación, aunque siempre se incluye a la autora neoyorkina en el listado de autores con los que se relacionó el, quizás, editor más controvertido de la historia.
Ozick publicó su segundo libro, El rabino pagano y otras historias, en Alfred A. Knopf, donde el editor trabajó durante muchos años; y publicó dos de sus cuentos en la revista Esquire, en la que su editor literario era, precisamente, Lish.
“Cómo ayudar a T.S. Eliot a escribir mejor” fue publicado en American Poetry Review, en 1981, el mismo año en que apareció ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?, el segundo volumen de cuentos de Carver, ya entonces reverenciado por esa forma despojada de contar las historia y de administrar los silencios, con esas frases cortas y precisas que quitaban el aliento.
El relato ficciona en torno a un joven T.S. Eliot, quien viaja ilusionado desde Boston a Nueva York, con la esperanza de publicar su “Poema de amor de Alfred J. Prufrock” en The New Shoelace, una revista de gran reputación, pero venida a menos. Con las mejillas hundidas y “con la palidez de los poetas experimentales”, Eliot era entonces tremendamente joven y desconocido, constata Ozick, y soñaba, cómo no, con ver su poema impreso. De eso habla el cuento también, de la fantasía de la primera publicación, el deseo ardoroso e incontrolable que la juventud vuelve una necesidad de vida o muerte.
Y el primer obstáculo en el camino del héroe inédito es siempre el mismo: el editor. En este caso, Firkin Barmuenster, un tipo avasallador, hiperactivo, seguro de sí mismo, o tan inseguro que se empeña en demostrar lo contrario. “Más parecía un jugador de golf profesional en decadencia que un literato de reconocida estatura”, nos advierte la narradora.
El editor se la deja clara al poeta de una: “lo que aquí nos preocupan son los asuntos de actualidad. Política. Comportamiento humano. Quién gobierna el mundo, y cómo. Nada de versos lánguidos y enfermizos, ¿me sigue?”. De todos modos lee el poema, ahí mismo, frente a un tembloroso T.S. Eliot, y lo celebra, quiere publicarlo, aunque sería, le aclara, solo por la gloria, dada la precariedad económica de la revista. Y eso es lo que busca Eliot, precisamente, la gloria, nada le interesa más que eso.
Entonces Barmuenster comienza, ante sus ojos y los nuestros, el proceso de edición. Aunque antes, o quizás como parte del proceso, le baja la guardia a su autor, olvida su nombre, se lo cambia: así de tremendamente desconocido es T.S. Eliot entonces, a sus 23 años. Luego aplica la guadaña, despliega su dudoso credo sobre el texto: “Cada frase es correcta o incorrecta, exactamente igual que una suma. ¿Ve por dónde voy?”. Y descarta toda repetición, nada de anáforas ni rodeos innecesarios, “en The News Shoelace no ofrecemos mera metonimia”, el lector no tiene tiempo y quiere claridad, ir al grano.
Eliot intenta, tímidamente, explicarse. Habla de metáforas, de imagen, melodía, ritmo, tensión y, por supuesto, de “la correlación objetiva”, que es lo que busca en el poema, elementos externos significativos que transmiten las emociones de su Prufrock. Pero el editor tiene un mejor argumento: “Edito The New Shoelace desde antes que usted naciera, y creo que a estas alturas puede confiarse en que sé limpiar una página”.
El final es desopilante. Antes de que Eliot parta de regreso a Boston, el editor le asegura que “acá el texto es sagrado, se lo prometo” y le garantiza que cuando aparezca el poema le harán llegar un ejemplar de la revista. La narradora comenta entonces, en un tono más bien académico, que “por alguna razón, la versión descuidada y sin pulir se ha abierto camino con mayor suerte en los últimos noventa años que los concienzudos esfuerzos de Barmuenster por alcanzar la perfección”. Y transcribe el supuesto texto publicado en la revista, en abril de 1911: un resumen de la idea del poema, antecedido por una inútil nota explicativa.
Una parodia brutal sobre la figura del editor, que la ironía de Ozick hace sacar chispas al colocar a la narradora del lado del “gran Firkin Barmuenster, aquel editor posfinisecular conocido por su meticulosa concisión y su vehemente precisión, por lanzar no pocas carreras literarias y contribuir a mejorar no pocos estilos de redacción flojos y redundantes”, quien “fue —aunque el hecho no se haya difundido todavía entre el público lector— el descubridor de T. S. Eliot y el primero que apostó por él”.
La clave del recurso está, claro, en “el diario del lunes”, cuando ya sabemos que ese poema, publicado finalmente en 1915, representa el comienzo de una inmensa carrera literaria y de un movimiento de renovación profunda en la poesía.

2.
Ozick se vale de cierto arquetipo en torno a la figura del editor para echarle más leña al fuego de la asimetría de poder que supone el encuentro entre un talento inédito y un gestor de la institución literaria.
Para entonces, Carver aún está vivo, ha dejado de tomar e intenta rehacer su vida junto a la poeta Tess Gallagher. Faltan casi veinte años para que D.T. Max desate el escándalo con su artículo en The New York Time Magazine, con el que se comienza a instalar la tesis de que los cuentos de Carver estaban escritos en verdad por su editor. Para eso recurre a la correspondencia y a los originales de ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? que el propio Lish había vendido a la universidad de Bloomington, en Indiana.
Aunque en el mismo reportaje, Max señala que era un rumor que circulaba ya hacía años. ¿Ozick conocía esos rumores? ¿Estuvo ahí cuando Lish puso en marcha la tijera devoradora? ¿Escuchó los llantos de Carver, lo vio desplomarse de borracho sobre el escritorio del editor? ¿Ella misma resistió los arrebatos de Lish y los purgó escribiendo ese relato que es también una forma de advertir que el capricho burocrático no puede, finalmente, contra el talento que trasciende?
La historia ha colocado a Lish en el apodíctico lugar del villano, lo que lo vuelve un personaje de interés, con luces y sombras aún por descubrir. Él mismo ha sabido jugar su papel, con un repliegue público que incrementa el misterio. Un dato poco mencionado, pero que siempre me pareció revelador, es que todo el escándalo estalló desde el lado del propio Lish, en tanto fue él quien entregó los manuscritos (“esa forma privada de la conservación de la letra”, según Pablo Gasparini) con sus tachaduras, y la correspondencia con Carver, para que fueran algún día consultados. ¿El asesino que deja rastros porque, en el fondo, anhela ser descubierto?

3.
Ozick no entra en matices con su personaje, más bien se pliega al imaginario conocido del editor tiránico que impone sus caprichos al indefenso autor que, abrumado, no tiene más remedio que someterse.
Como todo arquetipo, funciona porque está asentado en una cierta verdad incuestionable, pero también, al insistir en esa verdad, de algún modo se neutraliza la posibilidad del cambio, de encontrar la luz utópica que ilumina un camino hacia una realidad distinta.
El cuento —como relación entre Lish y Carver— ocurre en una época en que está vigente la figura del editor clásico.
Un modelo de editor en retirada, que supone un vínculo profundo y de largo aliento con el autor, en el que ambas energías creativas se ponen al servicio de un texto y de una obra, en busca de encontrar su mejor forma y, por consecuencia, la mejor versión del autor. El ideal de ofrecer al mundo, al prójimo, a las futuras generaciones, un objeto artístico que valga la pena.
Una relación intensa y dialogal, en la que el editor es parte activa del proceso creativo. Idea que va, por cierto, a contrapelo de la convencional figura del genio solitario, el artista del titánico esfuerzo individual que no le debe nada a nadie.
El pacto clásico supone también, eso sí, dos intransables: la primacía del autor o autora, por un lado, y la discreción en torno a la intimidad del proceso, por otro.
Lo primero significa, en la práctica, que ante la disparidad de criterios, prevalece el del autor, en quien radica siempre la última palabra. Lo segundo refiere a los códigos o “secretos de camarín” que una relación de semejante intensidad supone, pequeñas o grandes decisiones que se tomaron al fragor de una convicción e interés común.

4.
Pues bien, son justamente la transgresión de esos dos principios fundamentales lo que ha vuelto el caso Carver/Lish (anticipado en el relato de Ozick) una suerte de paradigma.
Dada su alta exposición, las sabrosas infidencias y el material que permite la comparación de los textos previos y posteriores a la edición, es entendible que se le cite una y otra vez en los cursos de edición, se le estudie y analice, aunque tengo la impresión de que las conclusiones son siempre más o menos las mismas. Una suerte de veredicto inapelable y algo exaltado que evita una reflexión más profunda sobre el presente de la edición, las prácticas predominantes y los intereses en juego.
El caso ayudó, sin duda, a acentuar la caída del editor clásico, su desprestigio y extinción casi inevitable. Un desprestigio inserto, también hay que decirlo, dentro de un proceso más amplio de caída de ciertas formas vinculares tóxicas.
Como sea, es un hecho que la retirada del editor clásico ha sido en favor de una figura funcional y funcionaria que, acorralada por la ansiedad del mercado, el vértigo incesante de las novedades, debe someterse al ritmo de procesos cortos y eficientes.
Velocidad, premura, que restringe su labor a la binaria administración del dedito para arriba y el dedito para abajo. El resto, variantes del rol de corrector de estilo, al que, por lo demás, la IA le ha dado ya el beso de la muerte.
5.
La afirmación del editor utópico, por otra parte, es una forma de resistencia que evita apelar a la nostalgia de viejas formas fallidas, y de paso descarta el odioso impulso de la restauración conservadora, para proyectar desde el presente la posibilidad de un mundo mejor.
Sobre todo, es una forma de no quedar atrapados en una dimensión de lo humano estrecha y predecible, aquella que el proyecto político libertario convierte en bandera: la desconfianza en el otro, la mezquindad propia, la exaltación del éxito individual por sobre cualquier logro colectivo.
Franquear esos límites desde la imaginación y el deseo es el primer paso para construir una realidad distinta, un tiempo nuevo que venga a sepultar para siempre a Firkin Barmuenster y a Gordon Lish, pero también al ejército de ejecutivos complacientes, de sonrisa fácil y oportunista, que llegó a reemplazarlos.
No resignarse al aislamiento y la atomización que propone el trato con esas especies de apps de la eficiencia comercial, con sus maneras asépticas y cómodas de ejercer el rol de editor, sin nunca involucrarse ni correr riesgos.
Resistir a la desesperanza, apostar por los vínculos, por un espacio donde el diálogo creativo y generoso sí es posible. Resignificar el tiempo, quitarle el vértigo desenfrenado que impone la producción continua de desechos.
La defensa del editor utópico como estandarte de lo inútil. De la belleza de lo inútil y de lo inútil de la belleza.
Quizás así, de paso, acabamos con la masacre en Gaza.






