Quisiéramos creer que alguna vez las llamadas “novedades” literarias fueron parte del debate público, el sueño de densificar la porosa actualidad con los libros del momento. Pero lo cierto es que el debate público se despliega hoy, a duras penas, en las redes sociales y las novedades llegan mes a mes, con una inercia fatigosa, a reforzar lo que el mercado define como necesario. También el mercado de la llamada edición independiente que, en una precariedad sistémica, se aferra al modelo de negocios de lo woke como a las tablas de un naufragio.
Atrapados entonces en la espera inútil de lo que está por llegar y no, solo nos queda buscar lo nuevo hacia atrás, en lo que permanece fuera del círculo que ilumina el mercado o lejos de las “pasarelas sociales”, como Libertad Demitrópulos dijo de sí misma cuando recibió el Premio de Novela Boris Vian por Río de las congojas, el único reconocimiento importante que se le otorgó en vida, en 1997, un año antes de su muerte.
Porque el tiempo, ese enigma que la narrativa busca resolver a su modo, tiene a veces formas de sorprender y, por ejemplo, trae dede regreso un texto que ilumina el momento opaco de la espera.
La novela
Con la disposición de las crónicas de indias, el juego de la memoria historiográfica y sus infinitas posibilidades, Río de las congojas es una novela de aventuras, un melodrama, un western, una novela mítica y coral, pero sobre todo una experiencia de los sentidos. La inmersión en la atmósfera del río Paraná, desde la Asunción a Santa Fe, cargada por una naturaleza que se desborda desde la enumeración, “troncos de timbó, ceibo, algarrobo, quebracho, tamarindo, curupí, álamo”, marca también la cadencia que nos conduce río abajo. Hay algo pegajoso que perdura con las tormentas, esa lluvia que percute en la copa de los árboles, mientras abajo, en la ribera, donde acechan los yacarés, se pescan y asan suburís, sábalos, pacús, y el olor se irradia y activa nuestras papilas gustativas.
Estamos en la segunda mitad del siglo XVI, junto a un grupo de colonos mestizos que esperan que lleguen refuerzos, apoyo oficial u órdenes de algún tipo. Los indios timbúes o quiloazas, parte de esa naturaleza que se desborda, los atacan sistemáticamente y tiran abajo sus casas, en complicidad con el río que en sus crecidas se encarga de anegar las plantaciones.
La narración alterna sus voceros, sin mayores transiciones ni señales, saltando de tiempo en tiempo, sostenida solo por el flujo de la reconstrucción de un pasado incierto. Es la recreación mitológica de una fundación, la de la ciudad de Santa Fe, en el tiempo en que Juan de Garay bajó por el río desde la Asunción, para después partir a fundar Buenos Aires, la Ciudad de Trinidad, en 1580.
Blas de Acuña, ya viejo, recrea aquel tiempo en que se sometieron a los caprichos de Juan de Garay, el Hombre del Brazo Fuerte. Aunque él siempre vuelve a Santa Fe y permanece ahí hasta el final de sus días y de la novela, junto a su muertita, María Muratore, un amor nunca correspondido y, quizás por lo mismo, inolvidable.
Entonces surge la voz de ella, que se toma la palabra para contar su propia historia, la de una mujer que se rebela a lo normativo una y otra vez, ella y su madre Ana, nunca resignadas al destino que la sociedad de la época disponía para ellas. "En la cuidada educación que recibí de parte de mi padrino, allá en la Asunción, figuraba entre otras destrezas poco femeninas la lectura y la escritura”. Y también el uso de las armas y levantar la voz y nunca someterse a un hombre.
Los vínculos
Aunque el tiempo de la espera lo marca Blas de Acuña, instalado en un punto en donde todo lo narrable se ha perdido en el sentido material más estricto; no es la burocracia colonial la que le impide a él abandonar el lugar donde ha quedado varado, a la espera de la muerte, es algo aún más distante e incomprensible, es el recuerdo de lo que fue y también de lo que nunca llegó a ser.
Y ahí están Blas de Acuña y Diego de Zama a la espera, quizás, de la novela.
El paralelismo es evidente, a Zama y Río de las congojas Piglia le suma El entenado de Juan José Saer, para formar así una trilogía inesperada, “tres obras maestras que reconstruyen imaginariamente la conquista española del Río de la Plata”. En el prólogo de Río de las congojas (Serie del Recienvienido, FCE, 2014), Piglia refiere, como mecanismo de las tres novelas, a una forma de sortear la imposibilidad del registro inventando un lenguaje, una música que se impone a la Historia hasta convertirla en verdad presente, el presente de la lectura. Y entre las tres, la de Demitrópulos sería “la más pasional, la más lírica”.
Tres obras que tensionan los patrones de la novela histórica -doblegada hoy como formato de auge comercial a la didáctica historiográfica-, para priorizar una epistemología de lo literario, que busca su verdad desde la ficción y la sintaxis.
Contexto peronista.
Publicada originalmente en 1981, la apelación histórica en Río de las congojas parece más una táctica de camuflaje ante la censura y persecución militar que la voluntad de responder a las convenciones del género. Es, de todo modos, una novela profundamente política, donde la violencia de estado, el racismo nacionalista y la voluntad autoritaria de escribir una historia oficial se presentan con aquel mundo prefigurado en la colonia; un repertorio también de las distintas formas de resistencia en la clandestinidad, incluidas las referidas a la memoria de los desaparecidos, como sugiere el demoledor poema de Ritsos en el epígrafe: “Conviene que guardemos a nuestros muertos y su/ fuerza, no sea que alguna vez/ nuestros enemigos los desentierren y se los lleven/consigo”.
Nacida en Ledesma, en la provincia de Jujuy, en 1922, (el mismo año en que nació Di Benedetto), Demitrópulos viajó a Buenos Aires en los años 40 para estudiar Filosofía y Letras, y su llegada coincidió con el momento de efervescencia social que llevó a Juan Domingo Perón al poder. Seducida, sobre todo, por la figura de Evita, a quien conoció personalmente trabajando en el hogar escuela que lleva su nombre, Demitrópulos escribe una biografía que, apegada a las exigencias oficiales del género, publica en 1984.
Antes había publicado Río de las congojas, aunque se puede suponer un proceso de escritura y reflexión paralelo, en el que los procedimientos de la historia y la biografía, subordinados al documento, se vuelven insuficientes para llegar a una verdad más profunda y definitiva sobre el personaje de Eva María Duarte, la hija “ilegitima” de un caudillo de provincia, criada en la marginación y emigrada luego a la ciudad en busca de un mundo mejor.
Isabel Descalzo, narradora.
Es el momento de María Muratore y de la literatura, pero sobre todo, es el momento de Isabel Descalzo, quien en un sentido convencional del relato amoroso es la “rival” de María Muratore. Costurera pobre, de padres desconocidos, Isabel vivía en la Asunción, en la calle del Pecado, y la conocemos primero en la voz de Blas de Acuña y en la disputa judicial de unas tierras que Celestino Descalzo, el padrino de ambos, les dejó de herencia. “Joven para tan ambiciosa” dice Blas de Acuña, “bonita para un alma tan mercante, leguleya para ser mestiza”.
Ninguno de los dos gana el juicio, pero hacia el final de la novela Isabel Descalzo se apropia de lo que Blas creyó su historia íntima, para iniciar a sus hijos y luego a sus nietos en un relato que crece y se multiplica. “De tanto oír contársela, los hijos fueron aprendiéndola (…) Era un recuerdo que iba creciendo con ellos y se santificaba”. Conocida por su prolijidad y buen gusto en la costura (“nadie como yo conocía el lenguaje del escote, del canesú o de los pliegues”), Isabel cuida la tumba de la muertita incluso antes de su muerte, una forma de espera, mientras Blas de Acuña regresa de la guerra. Circulaban rumores sí, María había muerto en una playa, junto a Juan de Garay, el general, el jefe, atacados a mansalva por los indios o, más bien, por Tupasy, la madre del dios guaraní, que decidió dejar un mensaje en esos cuerpos consumados por la pasión. Pero Antonio Cabrera, negro esclavo, músico, cantor, le cuenta a Isabel que no era así, porque él mismo llevó a María en su chalana río arriba, huyendo de sus perseguidores, la mano del poder totalitario.
Porque hay otra muerte, siempre. A sus treinta y tres años, convertida en Fernán Gómez, luchando codo a codo con Blas de Acuña -quien en ese momento desconoce su verdadera identidad-, María Muratore es atravesada en el pecho por una flecha enemiga. Entonces Blas “abrió la armadura, retiró la ropa y ahí fue que aparecieron las dos palomas de ojos rosados que eran sus tetitas”.
Estamos ya en el terreno de la leyenda, de la construcción del mito que nace de la devoción.
El mito como necesidad política.
El protagonismo de María Muratore es apenas la base ficcional, casi una excusa, de un destino mayor que asume Isabel Descalzo como portadora o puente de transmisión, la voz en la que converge la pluralidad de voces de la novela. Es el don de la costura: “los hijos no la contradecían en su trabajo ni la interrumpían; la veían entregada a la costura, vainillando, bordando, pegando entredoses, atareada desde la primera luz del día. No la sacaban de los hilvanes, más bien se llegaban a ella con ese respeto mezclado del temor de no entorpecer una obra llena de misterio y fantasía”.
Así es como María Muratore deja de ser el personaje que le disputaba el amor de Blas de Acuña y se convierte en el mito que los hijos en común “fueron sintiendo como la protectora de la familia, como la madrina del cielo”. Un relato que adquiere sentido cohesivo para todos los hijos ilegítimos, los bastardos, los entenados. Soldados rasos, analfabetos y letrados, mujeres, todos los abusados por el poder colonial que representa Juan de Garay.
María Muratore es el anclaje de los desposeídos, una necesidad histórica, un símbolo popular, “porque si otros tenían blasones, ellos tenían su historia”, una historia que se multiplica, se irradia y permanece. “La necesidad de esos intercambios verbales y de un nombre propio para que la historia, en tanto historia de un grupo y una comunidad, continúe y se convierta en un legado político”, dice Nora Domínguez en “Libertad Demitrópulos: el peronismo como razón literaria”.
Poesía y tiempo
El poeta, dice Lezama Lima, crea la nueva causalidad de la resurrección. Poesía y mito conjuran para resistir la fugacidad del tiempo. Libertad Demitrópulos publicó en 1951 Muerte, animal y perfume, su único libro de poemas, y compartió vida con el poeta Joaquín Giannuzzi, a quien está dedicado Río de las congojas. Y ahora, con las armas de Isabel Descalzo -la imagen que se le arrebata a lo fugaz-, la novela entra en el presente por flancos inesperados.
Ante la indolencia y crueldad de las autoridades, los generales y jefes españoles, el mestizo inventa su genealogía, sus formas y sus mitos. “Ahora tengo como un libro adelante cuyas páginas volteo para atrás”, reflexiona Blas de Acuña, “yo sólo sé leer figuraciones. El mestizaje no es únicamente un alboroto de sangre; también una distancia dentro del hombre, que lo obliga a avanzar, no sobre caminos, sobre temporalidades”. La ferocidad de los proyectos supremacistas de la nueva derecha latinoamericana trae hoy de regreso a María Muratore. Y desde el tiempo persistente del relato, es Isabel Descalzo quien le habla a sus hijos: “No dejarse vencer -les decía-; si yo me hubiera dado por vencida, no estarían ustedes en este mundo. Son fruto de la obstinación”.
La metáfora heraclitana del río y el tiempo funciona así en el sentido misterioso de la recurrencia, el flujo de agua que se renueva una y otra vez hasta encontrar una forma de permanencia.
Abril 2024