El informe Tapia | Por Luis López-Aliaga

Como editorial constatamos a diario la merma en los espacios de conversación y debate en torno a las temáticas que nos motivan.  Por eso queremos abrir este canal para compartir reflexiones y experiencias que enriquezcan la discusión literaria y estética en general.  

Comenzamos, a modo de incentivo e invitación, con un texto de Luis López-Aliaga, parte de nuestro equipo, donde traza una genealogía personal de “Hombres inofensivos”, la reciente novela de Patricio Tapia.

Pase, lea, comparta y comente.
 

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"Éramos promesas, en un país que prometía, que hacía del futuro un eslogan y una cruzada."


1.
                 
Con Pato Tapia nos juntábamos en su departamento de la calle Esmeralda, apenas un ambiente pequeño y húmedo, con una mínima ventana que daba a un patio interior lleno de escombros y cañerías a la vista. Ahí leíamos y tomábamos, aunque más que nada tomábamos: vino malo, cerveza Cristal, algún destilado barato. Y nos reíamos y hablábamos mal de nuestros compañeros de taller y del taller mismo.

Para empezar, éramos remedo, segunda cosecha, chiste repetido. El taller original, el que dio origen al mito, se realizó cinco años antes y por allí pasaron Fuguet, Mouat, Gumucio, Pablo Azócar, Andrea Maturana. Ellos eran los titulares, nosotros los suplentes; a ellos les pagaron por asistir, a modo de beca, de celebración de la cultura y la democracia, y nosotros teníamos que bajar a la botillería y financiar con nuestros propios recursos el copete que no queríamos dejar de tomar.

Era el taller que Antonio Skármeta realizaba en el Instituto Goethe, a mediado de los noventa, una especie de credencial para entrar al exclusivo club de la literatura chilena. Éramos promesas, en un país que prometía, que hacía del futuro un eslogan y una cruzada. Nona Fernández, Francisco Ortega, Alejandra Costamagna, Marcelo Leonart, Andrea Jeftanovic, María José Viera-Gallo estaban entre los elegidos por el maestro. Nos sentíamos bien por eso, satisfechos, y esperábamos grandes cosas de la vida: publicar en Planeta, ser reseñados en La Época, aparecer en el Show de los Libros (programa que conducía el propio Skármeta), ganarse uno o varios Fondart al hilo. Hacer carrera. Hacerla.

Hablar de una generación es impreciso. Éramos apenas un grupo de jóvenes que queríamos escribir. Demasiado distintos en orígenes sociales, en referentes literarios y en expectativas de futuro. Aunque algunos, más que escribir, querían ser escritores, y eso se les notaba. Pero coincidimos en un espacio y en un tiempo, el tiempo del aprendizaje y la formación.

Después, claro, llegó el futuro. Un paisaje desconcertante, más estrecho de lo imaginado, sobre el cual han quedado flotando, como un gas ligeramente turbio, algunas preguntas incómodas.

¿Quiénes finalmente cumplieron lo que prometían? ¿Con qué se transó en el camino? ¿Quiénes no llegaron a la fiesta? ¿Dónde estábamos cuando alguno lo necesitó? ¿Qué pasó, por ejemplo, con Pato Tapia?
 
 
2.
 
Vuelvo una y otra vez sobre aquel taller, no puedo evitarlo. Hay algo ahí, en esos quince jóvenes que, en una misma época, escribían y querían ser leídos. Algo que aún no termina de resolverse.

En el campo literario la transición había sido pactada: a la Nueva Narrativa le seguía la Zona de Contacto, el suplemento de El Mercurio que supo inventar una sensibilidad acorde con las necesidades de la época. La juventud era entonces un terreno ya colonizado, una idea sobre la cual también se sustentaba un proyecto político, ese pacto de avenencia entorno al libre mercado. Y la juventud era Fuguet. Él era gestor, promotor y militante de esa idea. La Zona de Contacto su órgano oficial.

Jóvenes satisfechos, hedonistas, descarados. Inteligentes o, al menos, astutos, socialmente despectivos, ambiciosos, ilustrados en el ámbito restringido de sus intereses pop, ignorantes altivos de todo lo demás. Brutalmente hegemónicos, con una fuerte tendencia al aniquilamiento, le llegaron a llamar “la moral walkman” (¡qué antiguo suena todo, qué ridículo!) a esa energía que los impulsaba: “una nueva generación literaria que es post-todo: post-modernismo, post-yuppie, post-comunismo, post-babyboom, post-capa de ozono”, según anunciaban en el prólogo de la antología Cuentos con walkman, editada en 1993 por el propio Fuguet y su escudero de entonces, Sergio Gómez. Era también una respiración, un martilleo en la cabeza, la sintaxis del telégrafo enviando mensajes de admiración a Bret Easton Ellis. El punto seguido como ideología y como coartada. La eficacia ante todo, el ritmo ansioso del que aspira al éxito rápido.

La juventud se traficaba como un valor en sí mismo y, como toda idea publicitaria que prende, se intentó su internacionalización. Gómez y Fuguet se despacharon entonces la antología McOndo. Entre los diecisiete autores hispanoamericanos antologados no hay mujeres y están incluidos los propios antologadores, los únicos representantes chilenos. Escribieron un prólogo para constatar la diferencia con la generación que los precedía: “Si hace unos años la disyuntiva estaba entre tomar el lápiz o la carabina, ahora parece que lo más angustiante para escribir es elegir entre Windows 95 o Macintosh”.

Fuimos jóvenes, quizás, en el tiempo equivocado. Para algunos, la sensación de soledad y extrañamiento se asentaba con aquella idea predominante sobre lo que significaba ser joven. Hasta el freak y el nerd estaban más asimilados. Formas estilizadas de lo alterno, estrategias para llamar la atención, la Zona los acogía como parte de su proyecto inclusivo.

Entre la aparición de Cuentos con Walkman y McOndo se publicó una antología que reunió a los quince integrantes de aquel taller de Skármeta. Se llamó Música ligera, como la canción de Soda Estéreo, porque los cuentos giraban en torno a la música y la aspiración era la ligereza. Desde la editorial Grijalbo se pensó, seguramente, como respuesta al fenómeno de los Cuentos con Walkman de Planeta, pero el libro estaba lejos del manifiesto y los autores y cuentos incorporados mostraban una heterogeneidad demasiado amplia para sostener una idea publicitaria o periodística elocuente. Había, de todos modos, algunos cuentos marcados por “la moral walkman” (Francisco Ortega, María José Viera-Gallo, Hernán Rodríguez Matte escribían en la Zona de Contacto), pero se compensaba con personajes que vivían en pensiones y tomaban cañas de vino tinto, un profesor de piano que enseñaba a Vivaldi y abusaba de una niña, un trompetista de boite y bailables que vive la tragedia de ver a su mujer morir de a poco.

El cuento de Pato Tapia muestra a una pareja ya mayor, en San Bernardo, celebrando lo que sería el último Año Nuevo que pasarían juntos. Ellos no lo saben y están felices. Él es parte de “la bandita de Magallanes”, toca la trompeta y va todos los domingos al estadio a alentar a su equipo. Esa noche le interpreta a su mujer un tema romántico y después se besan, se corren mano, sin enterarse de que su hijo los está mirando. Ese hijo que, muchos años después, recordará la escena. 

 

3.
 
A todos nos deslumbró la habitación donde escribía. Una especie de cúpula de vidrio a un costado de la casa, entre flores y arbustos que bien podados se encaramaban por la base de cemento. Más que la piscina o la sala grande, con pinturas de Balmes y Benmayor, esa habitación despertó en nosotros más de algún sentimiento turbio. Antonio Skármeta debe haber estado escribiendo ahí la obra de teatro que nos comentó esa noche de diciembre, y que Pato Tapia se empeñó en cuestionar con preguntas maliciosas. Ahí escribiría luego La boda del poeta y La chica del trombón, y todo lo que escribió después de regresar del exilio en Alemania Oriental. Aunque los libros que a mí me gustaban, El entusiasmo, Desnudo en el tejado, los escribió antes de salir de Chile, en otra casa que, imaginaba, debía ser muy distinta a esa.

Con Pato Tapia adheríamos a otro imaginario de escritor, una idea más radical, más ingenua y pretenciosa, si se quiere, cargada de una mitología del exceso. Hasta encontraba que Pato se parecía un poco a Kerouac, al menos al de la foto de la biografía de cuatrocientas páginas que leíamos entonces con devoción: su cara rectangular como un ladrillo, un cigarro siempre entre los labios, la nariz de boxeador y la camisa rayada fuera del pantalón. Había una escena del libro que comentábamos una y otra vez, como si encontráramos allí la clave irrefutable de algo. Es durante el funeral de Kerouac, en su pueblito natal de Massachusetts, cuando la hermana ve a la distancia a Ginsberg y a Corso, los beatnik más institucionalizados, y llena de resentimiento les grita a la distancia: "¿Ey, y ustedes donde estaban cuando Jack los necesitó?"

Antes de llegar a la casa de Skármeta, pasamos a un bar cercano, en Escuela Militar. Desde ahí partimos, algo borrachos ya, al encuentro de camaradería que el maestro había organizado en su casa para despedir el taller. La tarde había caído por completo cuando nos mostró la habitación donde escribía y después, con el resto de nuestros compañeros, nos sentamos en la terraza a tomar lo que quisiéramos, porque el bar de nuestro anfitrión estaba provisto de licores de todas partes del mundo, los más comunes y los más pintorescos.


En los cuentos de Pato Tapia circulaban personajes alcohólicos, solitarios, que vivían en casas del centro de Santiago, tenían hijos, sufrían quiebres amorosos, iban al estadio, padecían pequeñas tragedias cotidianas que quedaban apenas expuestas. En uno de ellos se da a entender, se sugiere, nunca se cuenta explícitamente, la muerte de un hijo de meses, un accidente que marca para siempre la vida del narrador; un futuro clausurado, irremontable, a partir de esa noche en la que él, borracho, entra a la habitación del hijo que duerme plácido en su cuna y, orgulloso, tiene la mala idea de tomarlo en brazos. Era la variante más triste del fraseo norteamericano, la contracara de Easton Ellis, el lenguaje de la derrota que entonces a nadie le interesaba modular.

En algún momento de aquella noche alguien le preguntó a Skármeta qué estaba escribiendo y él mencionó una obra de teatro que tenía como temática central el plebiscito de 1988 y el triunfo del NO. Entonces Pato comenzó a hacerle preguntas sobre quién era el héroe de esa historia, sobre el interés del tema, sobre la tensión dramática y el estilo. Solo preguntaba, pero con cierta intencionalidad inquisidora que incomodaron al anfitrión. Había ahí algo impertinente y hasta mal educado, que provocó un momento de incomodidad imposible ya de remontar. La mayoría nos fuimos al poco rato, aunque un par de compañeros se quedaron con el maestro a tomarse el del estribo, según nos dijeron.

Con Pato Tapia nos fuimos a su departamento y seguimos tomando y leímos en voz alta algunos fragmentos de Salón de belleza, la novela de Bellatin, en una edición peruana que había traído en un viaje reciente, y hablamos mal de todos y nos reímos y seguimos tomando y hablando de los libros que íbamos a escribir y después, en la mañana, nos fuimos al mercado a comprar una corvina para preparar el ceviche.  
 
 
4.
 
Un pudor adolescente nos impedía exponer cualquier gesto que oliera a “carrera” literaria, como si fuera una vergüenza o una vulgaridad interesarse en ser publicados, leídos, comentados, con la idea ilusa de que los textos se bastaban a sí mismos y, tarde o temprano, imponían su inmanente calidad. De modo que nunca tuve claro cuánto hizo Pato Tapia por publicar sus cuentos, cuántas veces, si lo hizo, mandó a una editorial el volumen que se iba a llamar Una vez me mordió, y cuántas veces fueron rechazados y con qué argumentos.

¿Existen esos cuentos ahora? ¿Se pueden leer en alguna parte? En mi memoria, al menos, están intactos. Y siguen siendo contenidos y brutales, o brutales en su contención, dolorosos, cargados de una idea del fracaso que quizás, vista en perspectiva, era solo una estrategia inconsciente para espantar el futuro indeseado.

En paralelo a esos cuentos, Pato Tapia comenzó una novela. Alcanzamos incluso a leer algunos fragmentos antes de perdernos de vista. En uno de esos fragmentos, un niño de cuatro años jugaba con un autito rojo peligrosamente al borde de la calle.