Seis notas para un cumpleaños

Por Luis López-Aliaga

1. 

Hoy 19 de enero, el extraordinario poeta peruano Javier Heraud Pérez cumple ochenta y tres años. Seguro llegarán a celebrarlo hasta su casa, en las afueras de Huancayo, sus amigos poetas, lectores y admiradores, además de sus hijos y nietos, quienes viajarán desde distintas partes del mundo para saludar al célebre abuelo. Desde que vive retirado en su pequeña parcela, dedicado al reposo contemplativo y a la revisión de su extensa obra poética, Heraud es constantemente reconocido por las instituciones literarias y culturales del Perú y América Latina, como también por la institucionalidad política, que valora su inquebrantable compromiso con los pobres y marginados del continente, por quienes Heraud se jugó el pellejo desde su más temprana juventud. 

2. 

Por supuesto, la anterior es una fake news o, si se quiere, una ucronía que propone la posibilidad de un mundo mejor, una realidad paralela donde un joven poeta de veintiún años, con un talento incuestionable y un ardiente anhelo de justicia social, no es ejecutado a mansalva por la policía de su país. 

Ocurrió el 15 de mayo de 1963, en el río Madre de Dios, en la selva oriental del Perú. Heraud iba en una canoa y su cuerpo recibió diecinueve disparos, uno de ellos con una bala expansiva -conocidas como dum dum- que le entró por la espalda y, al salir, le abrió un socavón en el estómago. Eran solo dos jóvenes, de un grupo de siete que se movilizaba hacia Bolivia, donde los esperaba un grupo de otros cuarenta combatientes. Sí, no eran “blancas palomas”, eran jóvenes que habían renunciado a sus privilegios y puesto todo en juego para rebelarse a la indolencia histórica de una clase dirigente que permitía escandalosos niveles de pobreza y marginación social. El grupo había sido descubierto y los jóvenes de la canoa se habían rendido ya. Levantaron un paño blanco, levantaron el remo para que los policías dejaran de disparar, los pobladores lo vieron y vieron también la saña de los policías, por eso prenden velas en las calles del pueblo esa misma noche, en señal de dolor y de respeto.

Jorge, el padre de Javier escribe: “mi hijo, que había ido allá urgido por un ideal, arrostrando los más graves peligros con el más absoluto desinterés, había sido víctima de una cacería inhumana”.  Ya sabemos que “huérfano” es la palabra para referir al desamparo de un hijo que ha perdido a un padre y, sin embargo, no existe palabra alguna para aludir al dolor de un padre que ha perdido al hijo.

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3.

César Calvo era dos años mayor que Javier Heraud, con quien había escrito a cuatro manos “Ensayo a dos voces”, un poema largo que aspiraba a ser un libro que presentarían en los Juegos Florales de la Universidad de San Marcos. No alcanzaron a terminarlo, y el poema queda como testimonio de una amistad y del despuntar de una generación literaria, a la que también pertenecen Antonio Cisneros, Luis Hernández, Rodolfo Hinostroza, entre otros.

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Calvo le sobrevivió a Heraud treinta y siete años y, unos meses antes de su muerte, se reunió en una pollería del Rimac con el poeta y editor Víctor Ruiz Velazco, entonces de dieciocho años, quien lo entrevistaría para una revista que nunca vio la luz. Ruiz le mencionó a Heraud o, más bien, escribió su apellido en un papel, porque Calvo estaba sordo y la entrevista fue así, con las preguntas escritas en hojas o servilletas sueltas.

“Desde que lo mataron”, respondió Calvo, “cada día está más vivo. Y en cambio yo, cada día más muerto”.

Esto lo cuenta Víctor en Y que toda la naturaleza suene en la magia de mi fiesta, libro que reúne la poesía inédita de Calvo rescatada del archivo familiar. El libro y Ruiz constatan la marca de Heraud en la vida y en la poesía de Calvo, partiendo por el tópico del río y el viaje como representación del ciclo persistente de la vida y la muerte.

4.

Esa cuidada edición de Lustra me la regaló el propio Víctor, con su siempre desbordante gentileza y pasión por los libros, y es uno de los tantos que me traje de Lima en noviembre pasado, a donde regresé después de seis años de ausencia. En algún momento del viaje caí en cuenta de que era la primera vez en mi vida que iba al Perú sin que mi padre estuviera vivo, la primera vez que fui huérfano en Lima, la ciudad donde él nació y en la que, de algún modo, nunca dejó de estar. Mi padre murió apenas un mes antes de aquel viaje, del que volví con ese y otro libro que también me trajo de vuelta al poeta Javier Heraud.

5.

El otro libro es Ribeyro, una vida, de Jorge Coaguila. Lo primero que se agradece, ante la proliferación de insulsos perfiles de fórmula-Guerriero, es que se trata de una biografía de verdad, minuciosa y contundente en el recorrido de los sesenta y cinco años que vivió Julio Ramón Ribeyro.

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En ella se cuenta que, a su paso por París, en 1961, Javier Heraud le ofreció a Ribeyro sus servicios como secretario personal. “Creo que el próximo mes lo contrataré”, le escribe entonces Ribeyro a su hermano Juan Antonio.

Doce años mayor que el joven poeta, Ribeyro estaba ya instalado en París y por fin había conseguido una pega estable en una agencia de noticias. Heraud, por su parte, venía de un viaje por la Unión Soviética y se planteaba la posibilidad de quedarse un tiempo en París. “Hay muchas cosas, insisto, que tengo que aprender: música, pintura, teatro, museos, ciencias, libros, etc. Quiero formarme bien para después ser útil a mi revolución y mi país”, le escribe en esos días a su madre.

Pero la oferta de Ribeyro no se concretó, porque días después Heraud viajó a Madrid y luego se volvió al Perú, donde sería acribillado a balazos. Entonces Ribeyro escribe “El poeta asesinado”, un artículo donde plantea que “los ideales de Javier Heraud no son, como los presenta la prensa de la reacción, producto de una ideología extremista, sino que son los ideales de todos los jóvenes que han mirado su país, que lo han amado, que lo han comprendido” y que “su muerte, que nos concierne de tan cerca, es paradójicamente una invitación a la vida, al combate”.Otra de las tantas desavenencias que tendría con Vargas Llosa, quien también instalado en París, había comenzado ya su arrolladora carrera al éxito, el pacto fáustico que ofrece una larga vida a cambio de estratégicas convicciones en favor de los poderosos.

Heraud murió primero, Lucho Hernández después, luego Ribeyro, César Calvo, Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza. Mi padre también. Y ahí está Vargas Llosa, gagá, pero vivo.

6.

Me abstengo del lugar común que sugiere que los buenos mueren primero o que la hierba mala nunca muere, porque intuyo una mejor sobrevida, la grácil persistencia del bien y la belleza, que se mueve y avanza como “tatuajes en la piel de un río”, al decir de César Calvo. 

O como cualquier poema del siempre joven Javier Heraud:

He estado un largo

año tendido en

la hierba del olvido,

cubierto por

las hojas del amor y

del otoño.

Ya he descansado

un poco, lo confieso,

yo partí sin despedirme,

pero es que en mi corazón

no cabían ya más flores,

en mi corazón no entraba

ya el duro secreto de la vida.

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