Otra Latinoamérica: Enriquez, Cárdenas, Hasbún I Por Diego Zúñiga

Esta conversación se publicó originalmente a fines de 2015 en la versión digital de Letras Libres, por lo que circuló muy poco —y hoy es imposible encontrarla en la web—. La idea era poner a conversar a tres escritores latinoamericanos sobre Latinoamérica: lecturas, tradiciones, influencias, desvíos, puntos de quiebre y la influencia de Bolaño o del éxito editorial de Bolaño en las escrituras actuales.

Han pasado poco más de cinco años desde esta conversación con Mariana Enriquez, Juan Cárdenas y Rodrigo Hasbún; los tres han publicado, en este tiempo, algunos de sus libros más importantes, pero ya en ese momento sus proyectos eran absolutamente singulares dentro del panorama latinoamericano. Es cierto, la escena ha cambiado bastante desde 2015, pero esta conversación sigue planteando muchos de los puntos vigentes sobre lo que significa escribir desde Latinoamérica.

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"América Invertida", de Joaquín Torres García

Comienzo preguntándoles cuán importante fue la literatura latinoamericana en su formación. ¿Había libros de autores latinoamericanos en las bibliotecas de sus casas?

Mariana Enriquez (ME): Tenía unos padres bastante latinoamericanistas, de izquierda, y mi primer vínculo con lo latinoamericano fueron esos libros que había en casa, que eran libros del boom, en un sentido amplio, porque estaba todo García Márquez, pero había muchos libros de Onetti, que es de la época pero no del boom, y estaban los libros de Donoso, que es del movimiento pero que por algún motivo quedó flotando, y a mí me gustaban mucho sus novelas. Es un loco. Tenía mucha afinidad con él y con Onetti.

Rodrigo Hasbún (RH): En mi casa también había una pequeña biblioteca, aunque era dispersa y se movía demasiado bajo una sombra de época y de lo que más circulaba entonces. Había libros de esoterismo al lado de enciclopedias temáticas, manuales de autoayuda mezclados con novelas de Hemingway o Hesse y también, seguro, algún poemario de Neruda y lo más visible del boom. 

¿Fueron importantes esos autores del boom en tu formación como lector-escritor?

(RH): Mi verdadera formación como lector sucedió luego, mientras iba armando una biblioteca propia, y en ella al principio hice caso tontamente a los mandatos de lo que se espera en Bolivia de un escritor cachorro: explorar a conciencia la llamada literatura nacional y familiarizarme lo más posible con la barriada latinoamericana. Guiado por esos impulsos leí cosas muy buenas pero también muchas, muchísimas muy malas (felizmente, quizá, porque uno aprende más leyendo a los malos escritores que a los buenos). Solo después de un par de años logré desentenderme de la obligación y empecé a crear una constelación personal donde importaban más la intensidad y la fuerza de un escritor que su nacionalidad, y donde las tradiciones aparecían contagiadas y superpuestas. Y ahí sí varios escritores latinoamericanos fueron fundamentales: en esa época sobre todo Onetti y Rulfo. Por su lado, a los escritores del núcleo duro del boom los fui leyendo con distintos grados de admiración y cariño, pero sin nunca involucrarme ni sorprenderme demasiado. Puedo imaginar el impacto que tuvieron en los sesenta o setenta: veinte o treinta años después ya eran parte asumida del paisaje.

Juan Cárdenas (JC): Yo también crecí en una casa de izquierda, donde el discurso latinoamericano estaba presente de forma muy fuerte. Sin embargo, en el tema de las lecturas no era condicionante. No es que en mi casa solo leyéramos literatura latinoamericana. Precisamente por la educación marxista que tuvieron mis padres, la biblioteca estaba llena de libros de Lukács y de Brecht, y antologías del formalismo ruso, que para mí era chino básico, obviamente, y fue muy tarde cuando los pude aprovechar.

Era una biblioteca muy grande, con autores de todas partes. La época en la que empecé a formarme como lector fue los noventa: con el auge del discurso neoliberal todos nos creíamos gringos y nos agarró una crisis antilatinoamericana...

En gran medida me vi arrastrado por esta condición y me parecía sensato pensar que lo latinoamericano era un cliché y una serie de pastiches. Con el paso de los años fui elaborando cada vez más esa idea que se puede resumir así: era fundamental separarme del relato de la literatura nacional porque me parecía sumamente estrecho. El relato de la literatura colombiana no es la literatura colombiana en sí misma, pero el relato que se ha montado es un corsé y es algo que puede ser frustrante para un escritor joven. Lo que ocurrió es que me fui latinoamericanizando en mis lecturas a partir de esa constatación de que tenía que salir a buscar en los países vecinos lo que no podía encontrar en ese momento en Colombia, y así me fui familiarizando con autores como Felisberto Hernández, Pablo Palacio, Juan Emar, Salarrué; ese canon que se ha ido revitalizando más con nuestra generación, que ha ido leyendo a estos autores. Yo lo encontré como a los dieciocho años, fue temprano y ese encuentro me latinoamericanizó para siempre.

Es interesante pensar que esa Latinoamérica que se puede encontrar en autores como Hernández o Emar es distinta a la que planteó el boom en algún sentido. ¿Cómo ves tú esa “otra Latinoamérica”, Mariana? Pensando además que publicaste el año pasado un perfil biográfico de Silvina Ocampo (La hermana menor), autora que podría calzar perfectamente en ese canon que planteaba Juan.

(ME): Sí,  lo que pasa es que yo nunca asocié la literatura argentina con la literatura latinoamericana, porque son otras influencias, no sé. En mi casa leí de chica a Silvina Ocampo, a Borges, a Sara Gallardo, que es buenísima. Pero, por ejemplo, a Felisberto Hernández no lo asociaba con la literatura latinoamericana. Cuando pensaba en “literatura latinoamericana” pensaba en escritores muy exitosos y que estaban  en las casas de los padres lectores.

Supongo que también influyó mucho en eso la existencia de Borges, que nunca se adhirió al boom y que siempre fue una figura compleja dentro de ese mapa.

(ME): Borges quería desmarcarse de ese movimiento por muchos motivos. Pero era un escritor que incidía mucho en las políticas literarias argentinas. Él marcaba lo que se hacía y lo que no, en algún sentido. Él, al tener la estatura que tenía y esa personalidad falsamente humilde, tomaba muchas decisiones de a quién dejar afuera o adentro. Ahí tenés por ejemplo a Leopoldo Marechal, que podría haber sido un escritor muy del boom, que planteaba Buenos Aires como un espacio atravesado por lo mágico, con personajes monstruosos, pero que estaba enfrentado políticamente con Borges y quedó fuera del centro de la literatura argentina y latinoamericana. Creo que las literaturas se van constituyendo con cuestiones políticas. Al final, la influencia de Borges no solo fue una influencia estética, sino que también política, y como en ese momento muchos escritores del boom tenían una postura de izquierda, bueno, Borges no se los tragaba fácilmente.

¿A ti, Rodrigo, te interesan esos autores que planteaban esa “otra latinoamericana”? Zambra en un perfil sobre Julio Ramón Ribeyro hablaba de estos autores como los que escribieron a la orilla del boom.

(RH): El fenómeno del boom eclipsó mucho de lo que sucedía alrededor –que era sin duda extraordinario– y terminó imponiendo una idea unívoca de lo que debía entenderse por literatura latinoamericana, una noción (la de literatura latinoamericana) que se consolidó entonces, ¿no?. A mí me conmueven mucho algunas entradas del diario de Ribeyro, justamente, donde emerge su impotencia y su desesperación por escribir la novela que (piensa él) lo ayudará a situarse al lado de Vargas Llosa, García Márquez y compañía. Algo parecido sucede en el diario de Rodolfo Walsh, donde presenciamos cómo el fantasma de la novela imposible también asoma una y otra vez. Por supuesto, esos diarios sobre la no escritura son emblemáticos de otra literatura posible, una que apuesta por los géneros considerados menores, el diario entre ellos, y por el gesto más radical y menos incrustado en las lógicas de mercado. Por lo demás, siento que esa tensión entre lo más visible y lo más o menos relegado dentro de ciertas coordenadas generacionales siempre está ahí y que, sin ir lejos, sigue en marcha ahora mismo entre nosotros.

Así como hablábamos de Borges, también está la figura totémica de García Márquez. ¿Cómo fue el vínculo que tuviste tú con sus libros, Juan, pensando que esa figura tenía incluso un peso mayor en Colombia? ¿Fue un problema? ¿Estaba presente el tema del parricidio?

(JC): No, para nada. Con un amigo decíamos: “Uno como mucho querrá matar a su padre, ¿pero a su abuelo cuándo lo va querer matar?” O sea, si uno quiere matar a su abuelo es que uno es un hijo de puta. Jamás se me pasó por la cabeza que había que matar a García Márquez. Realmente es como un abuelo: cuenta sus batallas juveniles, lo escuchas con atención y, como ya lo conoces, sabes de qué pata cojea, cuándo te avergüenza delante de los demás. No era un problema.

(ME): Como generación estamos en un estado no de rechazo con el boom, pero... Tiene que ver con que, por un lado, es imposible superar el éxito de los mayores y, por otro lado, que la gran resaca del boom es un estereotipo inaguantable, que no podés soportar estética, política ni literariamente, porque una cosa es Cien años de soledad, pero otra cosa son los satélites horribles de García Márquez. No se puede escribir más así. Y lo que pasó es que fuimos descubriendo a esos autores que quedaron a la sombra. Ahí sale Manuel Puig, por ejemplo, que fue muy exitoso en esos años, pero su línea era otra. Y ahí sale Mario Levrero, que tiene estéticas y formas de nombrar y hablar mucho más cercanas a nuestras experiencias. Y después están los escritores contemporáneos más grandes que nosotros, que rechazaron al boom y que escribieron completamente de otra manera, como César Aira, que no es un escritor que me guste pero sí es un escritor que corta con ciertas cosas, o Fogwill.

El otro día estaba en un programa de radio, de jóvenes escritores, donde me preguntaron: “¿A quién preferís: a Andrés Caicedo o a García Márquez?” Y yo me quedé mirándolos como diciendo: “¿Qué me están preguntando?” Obvio que a García Márquez, porque Andrés Caicedo murió muy joven, tiene poca obra... A mi edad no puedo seguir teniendo el dedo levantado contra el boom. Ya está. Son grandes escritores en nuestra lengua que hicieron libros extraordinarios y otros no, y listo.

Ahora, Rodrigo, la tradición narrativa boliviana es mucho más nebulosa, no hay un autor con el peso de Borges o García Márquez. ¿Es cómodo trabajar con la libertad de no tener grandes referentes nacionales o, al contrario, se vuelve un peso?

(RH): Debe ser estimulante formarte en un lugar donde hay un par de monstruos sueltos y donde, al menos en el caso argentino, están activos una decena de escritores que admiras, escritores que por medio de sus libros mantienen vivo un diálogo o una guerra que, a su vez, te obliga a tomar posiciones y que te imponen un cierto nivel de exigencia. En Cochabamba, donde nací y me formé, a menudo parecía que la literatura no le importaba a nadie, ni siquiera a los mismos escritores, y muy pronto se impuso un sentimiento de orfandad entre los amigos que a fines de los noventa empezamos a saber que queríamos dedicarnos a escribir y a hacer películas o música. En esa época lo asumíamos mal, nos lamentábamos todo el tiempo, echábamos en falta la ausencia de referentes y de recorridos más o menos trazados, pero a la distancia me parece que ese sentimiento terminó siendo provechoso, entre otras cosas porque nos obligó a buscar por cuenta propia y a redoblar el esfuerzo. En esa época, claro, no era tan fácil acceder a todo lo que uno quería, y menos viviendo allá, pero cuando encontrábamos algo de lo que veníamos buscando lo agradecíamos como nadie. Las dos o tres pelis de Cassavetes que conseguimos, por darte un ejemplo, las vimos cien veces y ahí, entre la dificultad, el desafío y la alegría, siento que surgió algo valioso.

Algo valioso que surgió después del boom y que de alguna forma ha alterado también cierto concepto de “lo latinoamericano” es Bolaño. No sé cómo lo ven ustedes.

(JC): Bolaño, en mi historia de lector y escritor, es clave, fundamental. Leí Los detectives salvajes en 1998, cuando se ganó el Premio Herralde. Yo acababa de llegar a vivir a España. Leí ese libro y literalmente, no exagero, me cambió la vida a esa edad, tenía veinte años. Me produjo un impacto muy fuerte, y esto se ha repetido hasta la saciedad, pero Bolaño era un tipo que creía en los poderes de la literatura y cómo estos eran los poderes de la vida. Esa idea bolañeana la sigo compartiendo. Si la literatura no se está conectando con las energías más elementales de la vida, entonces dediquémonos a otra cosa. Y eso es un legado de Bolaño muy poderoso y que me sigue pareciendo vigente, sobre todo por el contexto en el que irrumpió a decir eso: me refiero a un momento en que la literatura estaba muy cómoda en su faceta decorativa. Luego uno se vuelve más crítico con sus libros y a estas alturas no sé si tendría ganas de leer nada de Bolaño. Las últimas veces que lo intenté salí espantado. Pero la admiración y el cariño están ahí.

(RH): A mí me pasó como a Juan: leí pronto a Bolaño y me sacudió entero. Yo diría que leerlo fue sobre todo dos cosas. Por una parte, el descubrimiento de un escritor que me interpelaba muy de cerca y que escribía sobre cosas que en ese momento, a mis casi veinte años, estaba experimentando. Por otra, el asombro ante la libertad con la que trabajaba y la facilidad con la que atravesaba territorios nacionales, de género y de todo tipo. Ahí no había un escritor profesional tomándose en serio, sino alguien que se lo pasaba increíble, y sus libros están empapados de una energía y unas ganas de vivir (y de escribir) que para mí fueron decisivas.

(ME): Bolaño me gusta mucho por dos cuestiones: me gusta el tratamiento totalmente obsesivo que hace de la dictadura chilena. Mi libro favorito de él es Estrella distante, su retrato de ese mundo bohemio lumpen de los poetas. Pero también me interesa como el escritor de una nueva experiencia latinoamericana. En ese sentido me parece también la relevancia de él para nosotros: es muy importante el escritor latinoamericano en el exilio, y ya no tanto el exilio político, sino el exilio económico. Él se va por el exilio político, pero su exilio tiene que ver con las experiencias absolutamente traumáticas del liberalismo muy extremo aplicado a Latinoamérica. Eso es algo que me llama mucho la atención. Me gusta su estilo, su mundo, su registro del latinoamericano en el exilio. El tipo que se gana los concursos de las municipalidades españolas, pero desde ese lugar. Porque tienes otros casos, como el de Piglia, que escribe desde fuera, pero es un profesor en una universidad estadounidense. La experiencia que hace Bolaño es la de un tipo que se está escapando. Eso es interesante.

El remezón que produjo Bolaño en la literatura latinoamericana es, a esta altura, innegable. Y también el éxito que consiguió en Estados Unidos, tanto de crítica como de ventas. Hay algo que no ha cambiado tanto aún, y es que desde el extranjero se le siguen exigiendo cosas puntuales a la literatura latinoamericana, que tenga ciertas características. Antes era el realismo mágico —lo sigue siendo de alguna forma—, pero ahora está el tema de la violencia: si eres un autor argentino o chileno, debes escribir de la dictadura; si eres colombiano o mexicano, debes escribir sobre el narcotráfico; si eres peruano, debes escribir sobre Sendero Luminoso, y así podríamos seguir enumerando. ¿Cómo ven ustedes este problema? ¿Lo han experimentado?

(RH): Habría que decir que la explosión editorial de Bolaño en Estados Unidos ha renovado significativamente el interés por la literatura latinoamericana. Por una parte los editores están un poco desesperados por volverse a ganar la lotería (no es casual, digamos, que de pronto hayan empezado a comprar los derechos de Fernando Vallejo y Tomás González) y, por otra, felizmente, se ha ido resquebrajando el entendimiento de lo que es o puede ser la literatura latinoamericana. Esto se debe también a que, al igual que en nuestros países, las editoriales independientes han revitalizado el panorama, y en gran medida son ellas las que apuestan fuerte por la literatura en traducción. Aunque todavía hay muchas expectativas temáticas y formales, hay también una creciente curiosidad por los proyectos que las defraudan y juegan a algo diferente. El hecho de que se esté traduciendo tanto a Aira es una señal: no hay escritor menos “latinoamericano” que él, y sin embargo su literatura es cada vez más conocida. Por lo demás, se lo lee menos como “escritor latinoamericano” que simplemente como “escritor venido de Latinoamérica”.

Ese es un punto interesante, lo que ha ocurrido con Aira en Estados Unidos. Da pie para creer que el panorama puede estar cambiando, pero al final sigue siendo una excepción. Es como esa frase que escribe Zambra en un cuento de Mis documentos: “La clase media es un problema si se quiere escribir literatura latinoamericana.”

(JC): La clave es que en las últimas décadas, de manera alarmante, la agenda de lo que la literatura hace viene dictada por los medios de comunicación. La imposición de estos temas e incluso el tratamiento viene impuesto por la prensa. Es muy gracioso, porque la pregunta es: si la literatura me va a ofrecer lo mismo que me ofrece un buen o mal documental sobre estos mismos temas... yo para qué carajo hago literatura, no tiene sentido. Primero, de modo muy consciente, hay que romper con esa agenda, y por otro lado también hay que estar alerta y no se puede decir: “no quiero escribir de narcos, quiero escribir de la intimidad de un sujeto moderno...”. Eso es escapismo, los dos extremos me parecen una tontería, porque lo que a mí me interesa es ver cómo se filtra. ¿Han visto cuando en la mudanza de una casa sacan los muebles y quedan las marcas de estos en las paredes? Bueno, a mí me interesan las marcas de esos muebles en las paredes, no me interesan los muebles... No me interesa el narcotráfico en sí mismo, me interesa la marca que eso va dejando, el sedimento que va dejando en la vida cotidiana, en la percepción, en el cuerpo, en el deseo. Eso es lo que me interesa que aparezca.

El caso de Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana es interesante, porque se está traduciendo a muchos idiomas, son cuentos y no aborda, de forma directa, esos temas que se le pueden exigir a los escritores latinoamericanos, está trabajado en el género del terror, es bien particular...

(ME): Ya me hicieron comentarios muchos editores. La primera es que la cuestión local les interesa y no sé si les interesa cuando ellos buscan esas marcas tan claras, como que tiene que debe estar relacionado con desaparecidos si es en el cono sur, etcétera. Me parece que están un poco más finos con la cuestión local. Quizá tiene que ver con que hace mucho, después de Bolaño, que no hay escritores latinoamericanos que tengan tanta difusión internacional, entonces hay un poco de libertad. Lo otro que les llamaba la atención es que mi influencia más obvia es la literatura norteamericana, que hace finales con cuentos más elípticos, más deshilachados, menos “cortazarianos” y con menos experimentación con la forma. Mis influencias son Alice Munro, Richard Ford, nuevos escritores de terror. Les llamaba la atención que hubiera líneas en que aparecieran temas como la violencia contra las mujeres, la violencia política, pero en otro formato, como es el cuento del terror, con otras referencias, más urbanos pero tampoco la urbe latinoamericana apabullante y ruidosa, que no es eso Buenos Aires.

Cada cierto tiempo, en entrevistas o reportajes, aparece una idea que se repite acerca de cuánto ha influenciado la literatura norteamericana a los nuevos narradores latinoamericanos. En especial se apunta a la influencia de Raymond Carver y el minimalismo, y se lo plantea desde un lugar negativo, como algo que se transformó en un problema. No sé qué piensan ustedes.

(JC): Tengo que decir que aborrezco esa especie de enfermedad de imitación de Carver que vivimos en la última década. Hace poco estaba dando unas clases de traducción y les contaba a mis alumnos cómo las traducciones de Carver en Anagrama han influido espectacularmente en la literatura en español. Es curioso, porque ni siquiera es Carver, sino las traducciones de Anagrama, con lo que eso significa. La influencia de Carver a la larga no ha sido tan benéfica como pensamos en un principio. Creo que tiene que ver con otro cliché sobre lo latinoamericano que dice que somos lo barroco, lo enrevesado, lo recargado. Se supone, entonces, que en contraposición a ese barroquismo de antaño los jóvenes somos minimalistas por influencia de los norteamericanos. Qué embuste.

Eso es un mito construido más por el periodismo que por la crítica, y es un mito porque yo creo que en primer lugar sí que se puede observar una tendencia a una estética de la sobriedad, como prefiero llamarla, y creo que en eso Rodrigo Hasbún es un maestro consumado. Pero, ojo, el idioma español, por su propia estructura interna, por sus propias intimidades sonoras es un idioma que está lleno de ecos barrocos, entonces es hermoso ver cómo en ese estilo sobrio surgen esos ecos, esos brillos.

(RH): Yo personalmente le debo mucho a Carver (al que tuve la suerte de leer en inglés casi desde el principio) y a la literatura norteamericana en general, que es más diversa y rigurosa de lo que se cree. Me gusta que sea una literatura de personajes, que en gran medida se haya despojado del pudor y del miedo a explorar las zonas más sombrías de la intimidad, que se construya por medio de situaciones más que de convicciones o consignas. A pesar de todo eso, como dices, hay muchos prejuicios en su contra (que estilísticamente es pobre, que socialmente carece de compromisos, que políticamente es demasiado solipsista, etcétera.), pero no considero que sean válidos, al menos no cuando tenemos en mente a los escritores de verdad y no a los que los imitan, ablandándolos y reduciéndolos. Entre esos escritores de verdad, para mí, por supuesto que está Carver, al lado de Cheever, y de Flannery O’Connor y Faulkner, y de Joan Didion y Jamaica Kincaid, y de Philip K. Dick y Philip Roth, entre tantos otros.

Se habla de literatura norteamericana, pero no siempre se tiene en cuenta la diversidad de autores que encontramos en ella. En esa lista que mencionas hay escritores de estilos muy distintos.

(ME): Claramente hay una estandarización de la literatura norteamericana, que es totalmente diferente incluso entre sus regiones. Hace poco leí Pregúntale al polvo, de Fante. Lo había leído muy chica en castellano y lo volví a leer en inglés y es una bomba: qué poder tiene este tipo. Y no me había parecido tan bomba traducido. Pasa eso a veces. Ahora, en lo que escribo lo que siempre me interesó fue la traducción. Cuando empecé a escribir, me interesaba la traducción de eso que estaba leyendo en mi idioma, al argentino, al lenguaje que usamos, a la experiencia que tenemos, a nuestra literatura, porque una estaba consciente de que había un montón de escritores argentinos. Yo siempre fui muy consciente de la influencia muy fuerte que puedes tener de la cultura norteamericana que nos crió –visualmente, las películas que nos emocionaron, las series, los actores de los que nos enamoramos, las canciones con las que lloramos–,  que es como un 50, 60% de tu experiencia estética y vital, todo eso pasa por estos productos culturales norteamericanos. No me parece desdeñable. Pero lo que siempre me interesó fue traducirlo. Pensar qué hay ahí que me habla y cómo puedo procesarlo y contarlo con mis influencias, con mi lenguaje y con mi experiencia, que son otras. Literariamente las influencias estadounidenses no se pueden soslayar, porque las estás consumiendo desde muy chico, es imposible desprenderse de ellas, lo único que podemos hacer como escritores, si estamos interesados en encontrar un lenguaje propio, es encontrar la traducción, eso me parece importante.

(RH): Sí, seguro: trasladarlos sin cuestionar de dónde vienen y sin atravesarlos con lo propio, o con otras influencias, no tiene sentido. Además de lo que mencionaba Juan, por eso le ha ido tan mal a Carver en Latinoamérica (y por eso ha empezado a pesar sobre él cierto estigma): se le ha imitado superficialmente, sin entender que su literatura surge de condiciones sociales y culturales y biográficas y de clase muy definidas

¿Qué te parece a ti esta idea de la traducción, Juan, pensando además que tú mismo eres traductor desde el inglés?

(JC):  A mí me interesa mucho una idea de Benjamin, que se pregunta qué es lo que se traduce. Es decir, si los significados se pierden en el proceso, qué es lo que se traduce del original a la copia… Entonces dice que se traducen unos ecos, pero que lo interesante también es cómo la lengua que recibe se deja afectar por la lengua original, y a mí eso me parece clave. Yo no creo en el purismo de la lengua ni que la lengua deba estar en una cámara aséptica donde no se manche ni nada. Lo lindo de las traducciones es cómo van afectando a nuestro propio idioma, entonces ese proceso de contaminación es inevitable y siempre está ocurriendo y es deseable que ocurra. Pero también sospecho de la idea de simplemente aclimatar. Digo: hagamos Carver pero en Bogotá, o hagamos Bret Easton Ellis en Santiago; no creo que se trate de eso.

¿Y ha influido mucho tu oficio de traductor en tu escritura? Lo pregunto porque has traducido a autores con estilos bien complejos, como Faulkner o como Joao Gilberto Noll, y también están tus traducciones de Gordon Lish o El corazón en las tinieblas, de Conrad, que tradujiste este año para Sexto Piso…

(JC): Cuando empecé a traducir, yo era un colombiano que vivía en España y que trabajaba para un mercado básicamente español, entonces cuando estás en esa situación tenés que tomar decisiones: bueno, cómo voy a traducir esto: ¿español de España?, ¿de Colombia? Más sabiendo que eso provoca resistencia en los editores. Por un lado, necesitaba seguir trabajando y por otro lado tampoco quería convertirme en un vendepatrias, que va sencillamente a hispanizarse y a volverse en un traductor castellano, eso me parecía el horror, yo no lo podría haber hecho. Y eso me hizo pensar: de todas maneras el lenguaje literario es un artificio, una construcción y un espacio negociado. Y cuando tenés en cuenta eso, lo que va generando el reto es empezar a  producir una lengua para las traducciones, o producir un lenguaje literario para las traducciones y que me permitiera sobrevivir, y sin vender el pellejo y convertirme en un traductor más, entonces,  yo creo que eso fue dándole poco a poco un color especial de algunas de mis traducciones. Yo me siento mas orgulloso de algunas de mis traducciones que de mis propios libros, porque ahí hay un trabajo con el lenguaje muy grande. Inevitablemente después de ese trabajo, o en paralelo, yo iba construyendo mi propia lengua para la escritura de mis ficciones. Entonces fue fundamental y lo seguirá siendo porque pienso hacerlo por vida.

No debió ser fácil traducir El corazón en las tinieblas, sabiendo que hay una traducción casi mítica, que es la de Sergio Pitol.

(JC): Pues sí, obviamente sentía ese peso. Digo, a parte que admiro profundamente a Pitol como traductor y escritor. Pitol fue mi maestro en un momento de mi vida. Lo conocí en Madrid, nos hicimos amigos y me recomendó muchas lecturas, fue un personaje clave. Él me animó a que me dedicara a la traducción, entonces, claro, sentía ese peso, pero de alguna manera todo eso se convirtió en un diálogo con el maestro.

Lo que hacia inicialmente era traducir tandas de diez páginas, sin mirar ninguna otra traducción, y al cabo de haber reunido un buen número de paginas ya me ponía a ver qué soluciones había encontrado Pitol para tal o cual frase. Fue un dialogo constante. 

Ahora, algo que los une a los tres es que han publicado en editoriales independientes (Juan en Colombia y España, Mariana en Argentina, Perú y Chile, y Rodrigo en España, Perú y Bolivia). Uno de los acontecimientos más importantes de los últimos años –en el panorama ya no solo latinoamericano, sino hispanoamericano– es la emergencia de estas editoriales pequeñas.

(RH): Me gusta mucho cómo estas editoriales han desordenado ese mapa editorial hispanoamericano, forzando incluso a las editoriales transnacionales a replantearse algunos asuntos. Hay ahora funcionando simultáneamente circuitos de distribución nacionales, continentales y transatlánticos, además de la esfera desterritorializada de la edición digital, y nuestros libros pueden moverse en varios circuitos a la vez. Creo que Bellatín y Villoro, y también Aira, fueron pioneros en eso, y en los últimos años se ha vuelto cada vez más común que, por ejemplo, un mismo libro tenga varias ediciones locales, que un mismo autor publique en las grandes y en las chicas, y que los editores estén dispuestos a no exigir derechos mundiales. Además de que los libros puedan llegar de forma menos engorrosa a más lectores, una consecuencia importante es que de a poco las vías de legitimación se están descentralizando también.

De paso, también, esto ha ayudado, por ejemplo, a que un género como el cuento, que siempre se ha mirado con sospecha desde el mercado, tenga hoy en Latinoamérica una vida muy activa. Las editoriales independientes apuestan por él y han hecho que las grandes también tengan que hacerlo, y es interesante porque la generación de ustedes tiene muy buenos cuentistas, como son ustedes mismos, Mariana y Rodrigo, pero podríamos agregar muchos nombres: Samanta Schweblin, Federico Falco, Alejandra Costamagna, Daniel Alarcón, y así podríamos enumerar más autores, y mencionar también a algunos mayores que son referentes: Rubem Fonseca, Hebe Uhart, Rodrigo Rey Rosa...

(ME): Sí, también que hay una cosa que ser mujer, en este medio machista, te enseña: cuando quedás afuera de la grandes discusiones, tenés gran libertad. Y la literatura latinoamericana está hace tanto tiempo afuera de las grandes discusiones de la “literatura central”, que, al no estar regulada solo por el mercado, demuestra que es totalmente impredecible. Me parece que estar al margen del éxito del mercado editorial hace que puedan prosperar los géneros menos exitosos. También tiene que ver, esta es una opinión un poco loca, con nuestras condiciones de trabajo: para escribir una novela de setecientas paginas a la Jonathan Franzen tenés que tener mucho tiempo. En cambio, un cuento, como decía Bolaño, podía ser de una sentada. Me parece que las formas breves tienen mucho que ver con el menos tiempo y el menos trabajo profesional de escritor que tenemos, y con la necesidad de escribir sin interrupciones. En Argentina los mejores escritores de los últimos años han sido cuentistas, como Fogwill y Hebe Uhart.

(RH):  La tradición norteamericana del cuento es de una riqueza asombrosa, pero sin ninguna duda la tradición latinoamericana también lo es. Basta pensar en Felisberto, en Lispector y Borges, en Monterroso y Arreola, por señalar a unos cuantos. Yo diría que muchos de los cuentistas jóvenes que mencionas tienen un pie puesto en ambas tradiciones literarias: la norteamericana y la latinoamericana. ¿Por qué se ha dado tan bien el género en Latinoamérica? Concuerdo con Mariana: el asunto económico ha determinado en gran medida el desarrollo de nuestra tradición y de la norteamericana, aunque en sentidos contrarios. En Estados Unidos las revistas pagan bien por los cuentos, algo que según entiendo se remonta al siglo diecinueve, y muchos escritores norteamericanos se han pagado el alquiler publicándolos cada tanto por aquí y por allá. En Latinoamérica, en cambio, los escritores tenían que buscarse otras formas de sustento, lo que como bien sabemos necesariamente desemboca en menos tiempo para la escritura. Y si uno tiene menos horas libres, es más fácil escribir cuentos de una o dos sentadas que novelas que exigen una mayor continuidad. Esto, por supuesto, no agota la explicación ni mucho menos. Pero sí creo que resulta sugerente pensar en esa conexión posible entre condiciones materiales y géneros literarios.

Sé que es difícil definir qué los une o qué los caracteriza como generación, pero me gustaría saber si ven algo que los vincule o que les llame la atención dentro de este grupo de narradores que están escribiendo y publicando hoy en día.

(JC): Es difícil responder esa pregunta, sobre todo porque habría que leerlos a todos. Ahora, yo creo que hay algo que compartimos todos y es una rara conciencia de que el lenguaje hace cosas ahí afuera, que el lenguaje tiene efectos inesperados ahí afuera.

Y por otro lado a mí me gusta la idea, probablemente es una invención, de que hay una apuesta por la ficción, aunque estemos incluso contando historias sobre nuestra propia vida. La aproximación a ese material autobiográfico mantiene o trata de mantener vivo ese cause de la ficción, y cuando digo ese cause de la ficción me estoy refiriendo exclusivamente a esta imagen: el comienzo de La vida breve, de Onetti. Ese hombre en esa pieza imaginándose lo que está sucediendo, en ese mismo momento,  en la habitación de al lado, a partir de unos pocos indicios y la construcción que va haciendo en esa frontera. Onetti es clave para entender a qué nos referimos cuando hablamos de ficción y de los límites con lo documental. Y más que hablar de una generación, me gusta más la idea de constelaciones o de rutas de autobús por las que puede transitar un lector, eso complejiza el campo, no lo vuelve una lista de los elegidos o ungidos por quién sabe qué.

(ME):  Yo creo que por un lado está el tema de la autoficción y sobre todo de un momento determinado (la juventud, volver a la infancia), y después para mí, muy claro, está el tema de la violencia política, en algunos casos impostada y en otros casos muy sincera: cuando leo algo de Daniel Sada me impresiona de una manera determinada, y hay otros en los que notas cierta impostación y me interesan menos. Y también veo cierto resurgimiento del género fantástico y policial, y la ciencia ficción. Pienso en Leo Oyola, de acá, o en la misma Samanta Schweblin. O lo que hacen en algún sentido Liliana Colanzi y Edmundo Paz Soldán. La última novela de Pola Oloixarac es una novela de ciencia ficción. Hay una lenta entrada del género que se da de manera difícil, porque en el género se ve realmente el choque de lenguaje en todo sentido, esto de la traducción que hablábamos. Nuestra literatura es menos imaginativa y fantástica que la literatura anglosajona que leímos algunos, entonces ahí sí tenés que hacer bien la traducción y ver cómo lo estás aplicando a tu voz.

¿Y qué dices tú, Rodrigo? Te lo pregunto, además, pensando en el trabajo que haces en Traviesa, que es una revista en la que se puede rastrear casi completamente a toda esta generación y no solo en los artículos de la revista, sino también en las antologías de cuentos que vienen haciendo desde hace un buen tiempo.

(RH): Es difícil pensar en constantes generacionales, pensarlas desde dentro. Con Rodrigo Fuentes (el otro director de Traviesa) publicamos en la revista a decenas de escritores nacidos a partir de los setenta, y hay decenas de otros a los que nos encantaría publicar, la mayoría de ellos con proyectos audaces y muy personales. Creo que esos números de por sí ya revelan algo. A partir de la experiencia específica de ese proyecto, diría que hay un trabajo valioso con el idioma (como insinuaba Juan) y una gran fluidez con respecto a los géneros y subgéneros (como apuntaba Mariana), un regreso intenso a lo local, un apego por las formas breves y nuevos modos de abordar lo político desde la intimidad, pero esos son rasgos tan abiertos, tan generales, que realmente no sé si sirvan. Al respecto, sería interesante que también hubiera un relevo generacional entre los críticos, que surgieran voces nuevas que leyeran desde fuera a esta generación o no generación.

Algo que los une, de manera extraliteraria, es que al estar conscientes de que ya no son los tiempos del Boom y de los grandes contratos y tiradas, tienen pocas obligaciones con el mercado. Eso podría generar una libertad en los escritores: escriben sin pensar en ese mercado o en la academia o en lo que les pida algún editor... ¿Les parece que eso es así o estoy siendo muy optimista?

(RH):  Yo soy menos optimista que tú con relación a esa integridad o pureza que señalas. Por decir algo, esta es una generación muy expuesta a los medios y a las redes sociales, con todo lo bueno pero también con todo lo malo que eso pueda acarrear. Por un lado se han tendido puentes entre escritores, hay un fuerte sentido de comunidad, complicidades necesarias, diálogo constante. Pero al mismo tiempo, quizá inevitablemente, ese es un territorio que invita a la autocomplacencia y a la glamourización y a la necesidad de una gratificación inmediata (en forma de likes o retuits), un territorio que estimula la impaciencia y la ansiedad. Seguramente siempre hubo algo de eso, pero pienso que las nuevas tecnologías han exacerbado el asunto, y que han puesto a los escritores en el lugar incómodo de tener que promocionar sus libros activamente además de escribirlos. Por ahí creo que se establece un vínculo fuerte con el mercado.

(JC): A mí me parece que estamos en un momento estimulante. Y eso del mercado que dices, creo que si es así, en gran medida se lo debemos a Bolaño, que hizo una crítica institucional. Criticó los falsos prestigiosos de un modo muy combativo y quizás por eso a nosotros nos parecía en ese momento, a fines de los noventa, un héroe cultural. Eso parecía muy rompedor, pero fue una señal de salud, un puñetazo sobre la mesa, y quienes estamos aprovechándolo somos nosotros… Desde luego, uno puede decir que la labor crítica institucional de un Héctor Libertella o de un Fogwill es mucho más sutil y demoledora. Pero Bolaño logró hacer eso en el corazón del sistema editorial español, que era el que mandaba. Es muy sintomática esa conferencia que leyó en Sevilla, porque es una bofetada a esa generación también, la generación McOndo y los que se creían consumidores gringos. Al final, nosotros somos los principales beneficiarios de ese bofetón. Sólo hay que estar, en gran medida, agradecidos con Bolaño. Ahora, obvio que hay una serie de clichés del bolañismo. Sin exagerar, es el nuevo Carver, algo medio insoportable, pero Bolaño era otra cosa y ya está. Veremos cómo envejece.